Cine y revolución en el trópico
Despertar en la periferia
Los años sesenta auspician el surgimiento de diversas cinematografías periféricas que son llamadas a asumir la fundación de una mirada propia. Es un momento en que muchas comunidades del Tercer Mundo viven, o han vivido recientemente, episodios de opresión política, donde no queda lugar para la pluralidad de puntos de vista, o bien han venido siendo poco menos que sucursales pobres del cine que se planifica en los grandes centros de producción, sin la oportunidad de crear obras de factura más humilde pero más pendientes de los valores propios de esa sociedad. Esta emancipación es posible gracias a dos factores decisivos: por un lado, una tecnología de producción más flexible —con película de mayor sensibilidad, una generalización profesional del soporte de 16 mm, hasta entonces destinado al ámbito doméstico, y con unos dispositivos de sonido cada vez más ligeros— y, por otro, a una progresiva toma de conciencia de la utilidad del cine para proyectar la identidad nacional dentro y fuera de una comunidad. Con una idea en la cabeza y una cámara en la mano —como proclama el padre del Cinema Nôvo brasileño Glauber Rocha—, las voces hasta entonces excluidas por el cine del más poderoso están en condiciones de hacerse valer.
El siguiente paso es crear una forma original de comunicación, ya que el lenguaje que sirve al discurso hegemónico no puede ser el apropiado para narrar el subdesarrollo. Una forma nueva que sirva para contestar, con voz fuerte y clara, la imagen a su medida que el cine dominante ha fabricado del mundo. Justamente, a esta apropiación cultural del otro se refiere el pensador Edward Said cuando, estudiando la imagen que Occidente se ha formado del mundo árabe, emplea el término orientalismo. Así designa un modo de hacer hablar al Tercer Mundo desde los intereses del occidental; en realidad, una operación sutil para hablar de sí mismo, basada en una estrategia de superioridad [1].
En la doble tarea de construir una identidad propia con un lenguaje singular, el cineasta de Latinoamérica, África o Asia fija su atención en ciertos modelos del cine europeo: el Neorrealismo italiano, primero, y los nuevos cines que surgen desde finales de los cincuenta en toda Europa, pero también en Norteamérica, como alternativas a la tradición imperante. Dando un paso más en la consumación de estas influencias, no son pocos los realizadores occidentales que decidirán viajar para participar directamente en las cinematografías en desarrollo. En esa visita ven la oportunidad de comprometerse solidariamente en un proceso de revolución popular que al mismo tiempo les supone un reto añadido como cineastas. De ese modo nacen ¡Cuba sí! (1961), de Chris Marker; A Valparaíso (1963), de Joris Ivens; Soy Cuba (1964), de Mijaíl Kalatozov; La batalla de Argel (La Battaglia di Algeri, 1966), de Gillo Pontecorvo; Jusqu'à la victoire (1970), de Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin [2]... Films concebidos desde el apego incondicional al pueblo que los acoge, y que, sin rehuir un cierto didactismo, aspiran contribuir a la formación de una expresión autóctona mediante movimientos de ruptura con el cine-espectáculo de Hollywood.
Pero dentro de cada uno de estos países, y en otras latitudes del Tercer Mundo, ya están apareciendo fulgurantes personalidades que defienden la construcción de un nuevo cine nacional. Si nos detenemos en la inabarcable Latinoamérica, encontramos a Fernando Birri, Leopoldo Torre Nilsson y Fernando E. Solanas, en Argentina; Mario Handler, en Uruguay; Miguel Littín y el pronto exiliado Raúl Ruiz, en Chile; Jorge Sanjinés, en Bolivia; José María Arzuaga, en Colombia; Paul Leduc, en México; Glauber Rocha, Nelson Pereira dos Santos y Ruy Guerra, en Brasil; Santiago Álvarez, Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea, en Cuba...
Cuba tras 1959
Es precisamente el cine cubano el que, junto al argentino y al brasileño, representa la punta de lanza del cine latinoamericano de esta década. La particular situación histórica de la isla la convierte en un terreno igualmente fértil para la aventura política y la innovación artística. En 1959, con el fin de impulsar la producción de películas que favorezcan los objetivos de la revolución popular triunfante ese mismo año, se crea el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), organismo que será, hasta la actualidad, el principal gestor de la actividad cinematográfica en Cuba. Sus primeros logros se empiezan dando en el hoy desprestigiado género del reportaje: el noticiario del ICAIC es la cantera donde una nueva generación de cineastas, compuesta por Nicolás Guillén Landrián, Octavio Cortázar, Sara Gómez o Santiago Álvarez, emplean los escasos recursos a su alcance para extraer la poesía de la realidad circundante gracias a una inventiva técnica sin parangón. Es en torno a ese compromiso con lo testimonial, cristalizado a través de una fuerte personalidad creativa, donde va a darse la búsqueda expresiva del artista revolucionario, tras décadas de sometimiento a los explotados moldes del cine de género estadounidense y mexicano.
En el terreno, más propicio a la fabulación, del largometraje, sobresalen tres jóvenes figuras que han regresado a la isla tras una etapa de formación en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma (la escuela preferida por los cineastas latinoamericanos, junto con el IDHEC de París). Son Julio García Espinosa, Humberto Solás y Tomás Gutiérrez Alea, recayendo en este último la responsabilidad de dirigir el primer largometraje producido por el ICAIC: Historias de la Revolución (1960), en realidad, una sucesión de tres cortometrajes (con diferentes equipos y estilos) que ilustraban distintos episodios de la lucha contra el régimen de Batista. Tras esta afortunada experiencia, Titón Gutiérrez Alea realiza dos exitosos films en clave de comedia satírica —Las doce sillas (1962); La muerte de un burócrata (1966)—, un drama rural con el vudú como fondo —Cumbite (1964)—, y la película por la que, en adelante, será conocido en todo el mundo y que se convierte en una de las cimas de la cinematografía latinoamericana: Memorias del subdesarrollo (1968).
Amanecer bélico en el malecón
Memorias del subdesarrollo es la tentativa de poner en imágenes las contradicciones de una sociedad con la conciencia escindida, de una Cuba que despierta y otra que sigue cautiva de la Historia. Y en este caso, hay que subrayar lo de tentativa sin que ello signifique menoscabo alguno, porque el gran acierto de la película es que su carácter de tanteo, de ensayo —en el más amplio sentido de la palabra—, resuena en cada plano, en cada idea, hasta convertirse en una gran metáfora del film.
Basada en la homónima novela de Edmundo Desnoes [3] (quien también participa en la película como coguionista y como actor, haciendo de sí mismo), Memorias del subdesarrollo narra la historia de Sergio, un pequeño-burgués cubano resentido por no vivir en Europa, y que pese a todo decide no acompañar a su familia cuando se exilia a Estados Unidos. Tras ser capitalizado su negocio de muebles con el triunfo de la Revolución, Sergio vive de las rentas y deja pasar los días intentando escribir un libro largamente acariciado, mientras se convierte en el espectador pasivo de lo que está sucediendo a su alrededor.
Sergio se presenta, pues, en un primer momento, como el personaje protagonista de esta historia, aunque pronto veremos cuán insuficiente es esta valoración. Como sujeto paciente de las circunstancias que le rodean, Sergio se abandona a la marcha de los acontecimientos sin oponer resistencia alguna. Nos hace cómplices de sus observaciones y meditaciones a través de la voz en off, pero su escepticismo vital le incapacita para tomar un papel determinante en la acción, con lo cual, este perfecto antihéroe, en su parálisis e inoperancia, pone en crisis la estructura dramática tradicional (en consonancia con ciertas prácticas de la novela moderna y de cineastas como Antonioni). Esa forma se vertebra, como sabemos, sobre una individualidad de psicología bien definida que conduce la narración mediante sus decisiones y su enfrentamiento a lo contingente. Aquí, es aquello que rodea a Sergio lo que, en realidad, va a acaparar nuestra atención. De hecho, la película se divide en episodios con títulos que hacen referencia a personajes o situaciones más bien secundarios o tangenciales en la evolución del film, si nos atenemos a las reglas de la dramaturgia clásica.
Esta vulneración de la jerarquía dramática favorece asimismo el no tener que estar supeditado a la articulación convencional de causas y efectos, y tanto la naturaleza como el orden de los elementos de la narración se manipulan con libertad, siguiendo intereses de otra índole. Así, algo en principio pequeño o incidental es susceptible de adquirir importancia escénica y narrativa con un solo movimiento de cámara: cuando Sergio pasa por la calle donde vivía un amigo de la infancia, la cámara se desentiende de él y, participando de sus recuerdos, se acerca a una casa deshabitada que empieza a ser recorrida por suaves movimientos, en un modo de podría recordar a El año pasado en Marienbad (L'année dernière à Marienbad, 1961), de Alan Resnais. En ese espacio, como en el film de Resnais, pasado y presente se coagulan en un único tiempo indeterminado cuando, en un patio de la casa, dos niños juegan sentados en el suelo. "¿Se acordará de a qué jugábamos? —piensa Sergio— Yo lo trato y no puedo". Este recuerdo dará paso a un episodio de su adolescencia que pronto es interrumpido para seguir con otro asunto.
Durante el metraje del film no faltarán ejemplos de esta narración sincopada, con saltos en el tiempo que no tienen por qué estar estrictamente justificados por el transcurso de la acción, aunque aporten rasgos reveladores sobre el mundo de Sergio. Estos saltos comportan también vueltas sobre un mismo acontecimiento desde ángulos distintos, como sucede en la escena del baile y el tiroteo con que se abre la película. Memorias comienza con la partida masiva de exiliados al extranjero en 1961 y termina con la inquietante imagen de carros de combate pasando ordenadamente por el malecón de La Habana, durante la "crisis de los misiles" con Estados Unidos, en octubre de 1962. Pero la acción de la película no se limita al tiempo comprendido entre estas dos fechas, sino que recorre toda una constelación de momentos e impresiones sin respetar la cronología lineal. Los saltos de un asunto a otro pueden parecer caprichosos, pero mantienen una extrema coherencia con el espíritu que subyace a lo largo de todo el film.
Tras conocer e invitar a cenar a Elena, una aspirante a actriz de cine porque "está cansada de ser siempre la misma", Sergio le dice que las películas no son lo que parecen y que el trabajo de los actores consiste en repetir hasta el cansancio los mismos gestos y las mismas palabras. Sin solución de continuidad, aparecen fragmentos de diferentes películas repetidos una y otra vez, con la característica común de su marcado erotismo. ¿Cortes de la censura que se recuperan para la ocasión? Después de salir de la sala donde se ha proyectado, Sergio le pregunta a su amigo cineasta qué va a hacer con eso.
—Pensaba meterlo en una película.—¿En una película?—Sí. Una película que sea como un "collage", donde se pueda meter de todo.—¡Pero tendrá que tener algún sentido!—Ya irá saliendo
El cineasta resulta no ser otro que el propio Gutiérrez Alea ¿hablando acaso de la película que ahora vemos?
Lo importante es que esa confianza en la mixtura, en la apropiación de materiales de procedencia heterogénea, y, con ello, un gusto por la deriva y la digresión como recurso constructivo —que lo emparenta con Godard o, más recientemente, Olivier Assayas—, está presente en todo momento y es, en definitiva, una expresión formal del propio tema de la película. Porque, como dice Sergio sin ocultar un tono despectivo hacia lo que ve cuando camina por la calle, "la incapacidad para relacionar las cosas, para acumular experiencia y desarrollarse" es una de las señales del subdesarrollo.
Eso no quiere decir que se proceda a empalmar las escenas una tras otra, de un modo arbitrario, sino que existe una transgresión desde el punto de vista de lo que es importante hacer aparecer en una película y de la manera en que generalmente se presenta ese material narrativo, pero en todo caso no es gratuita. Por ejemplo, la larga sucesión de cortes censurados no parecen aportar mucho a la acción principal (si la hubiera) y a la definición del personaje de Sergio (si fuera importante definirlo), pero sí que sirven, desde otro nivel de lectura, para representar una cierta concepción de la salvaguarda de las "buenas costumbres" en otra época que se trata de olvidar. Al mismo tiempo, en la repetición caricaturesca de esas tomas, se explicita una crítica a un cine acomodaticio que funciona por reiteración de patrones (con seguridad aquel en el que Gutiérrez Alea no quiere caer).
Dispersión, acumulación caótica, fragmentación... rasgos que no obedecen sino a la forma precaria en que perviven los rescoldos de la memoria. Fotografías de milicianos en la Guerra Civil española; Ernest Hemingway de caza; imágenes de Marilyn Monroe cantando en un monitor de televisión; el vistazo a las secciones de un periódico del día... La multiplicidad de registros convocados en Memorias hacen de ésta una obra de escritura compleja e inagotable disfrute, que sorprende a cada paso con un audaz planteamiento de la dramaturgia.
A mitad de la película, asistimos a una mesa redonda sobre literatura en la Biblioteca Nacional. Allí, junto a intelectuales de diferentes nacionalidades, está invitado Edmundo Desnoes, el escritor. De repente se encuentra frente a un público del que forma parte Sergio, el personaje de ficción de su novela (álter ego de sí mismo), como un oyente más que no tiene reparos en recriminarle con el pensamiento: "¿Y tú qué haces ahí arriba con ese tabaco? Debes sentirte muy importante, porque aquí no hay mucha competencia". Los niveles de realidad se solapan unos a otros para precipitarse en un insólito despliegue de talento que, no por azar, es hasta la fecha el retrato más fidedigno de las aspiraciones y frustraciones del pueblo cubano.
[1] Siguiendo con el concepto de orientalismo, no podemos dejar de señalar un ejemplo de esta actitud netamente egocéntrica en dos films célebres de los sesenta que, sin rechazar sus aciertos como obras cinematográficas, muestran una retrato tendencioso de la realidad árabe: Éxodo (Exodus, 1960), de Otto Preminger, y Lawrence de Arabia (Lawrence of Arabia, 1962), de David Lean.
[2] Película inconclusa, encargada por el partido palestino Al Fatah al grupo Dziga Vertov, que se completará unos años más tarde con el título de Ici et ailleurs (1974), en colaboración con Anne-Marie Miéville.
[3] Publicada recientemente por vez primera en España: Memorias del subdesarrollo, de Edmundo Desnoes. Mono Azul Editora. Sevilla, 2006.
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